Colombia: la violencia continúa en medio de un legado de impunidad

En abril de este año, millones de colombianos salieron a las calles para expresar su descontento por luchar por sobrevivir en una de las sociedades más brutalmente desiguales de América Latina. Coordinado por los sindicatos y los movimientos sociales, al que se sumaron masas de jóvenes sin derecho a voto de las zonas urbanas de clase trabajadora, las protestas del llamado Paro Nacional fueron las más grandes que ha visto el país en décadas. Diversos movimientos -indígenas, estudiantes, trabajadores del sector público, activistas LGBTQ y muchos otros- se unieron en torno a las reivindicaciones centrales de la huelga: justicia económica, derechos humanos y paz. El mensaje fue inequívocamente claro: hemos tenido suficiente.

Habiéndose lanzado en noviembre de 2019 como una serie continua de movilizaciones masivas, el Paro Nacional buscaba ejercer la máxima presión sobre el gobierno del presidente Iván Duque, cuya elección en 2018 hizo retroceder al país hacia el rumbo de la derecha dura que tomó por última vez el predecesor de Duque -y mentor político- Álvaro Uribe en la década de 2000. El gobierno económico de Duque en Colombia se ha caracterizado por políticas que han impactado negativamente en los sectores sociales más desfavorecidos. Las movilizaciones de abril se centraron en la oposición a las reformas fiscales propuestas por Duque, y el equivalente colombiano del Congreso de Sindicatos de Gran Bretaña, la confederación sindical CUT, advirtió que las reformas deteriorarían aún más el nivel de vida de millones de familias ya atrapadas en la pobreza extrema.

No es difícil entender el enfado de la opinión pública por el modelo económico profundamente desigual de Colombia. La respuesta lamentablemente inadecuada del gobierno a la pandemia mundial puso de manifiesto los fallos del sistema, ya que millones de personas perdieron sus ingresos y los servicios de salud, carentes de fondos, estuvieron al borde del colapso. Mientras el gobierno abdicaba en gran medida de sus responsabilidades hacia el público, se apresuraba a proteger a grandes empresas como la aerolínea Avianca.

Desde el comienzo de la pandemia, los sindicatos han luchado para proteger a sus miembros y exigir responsabilidades al gobierno. Los trabajadores de la salud han arriesgado sus vidas para tratar a los enfermos sin equipos de protección personal, lo que ha provocado una oleada de muertes y dimisiones entre el personal médico de primera línea, que ha aumentado la carga de los hospitales públicos. Los sindicatos de profesores, por su parte, pidieron estrictas medidas de bioseguridad para poder reabrir las aulas con seguridad, medida que sólo se aplicó tras un gran retraso del gobierno.

Sin embargo, esto no ha impedido a los políticos del partido de Duque, el Centro Democrático, acusar falsamente a los profesores, especialmente a los del gran sindicato de profesores FECODE, de querer adoctrinar y perjudicar a los alumnos vulnerables. El único «delito» de los maestros ha sido su robusto sindicalismo, una cualidad admirable en circunstancias normales, pero que adquiere nuevas dimensiones dada la violencia que se ha cebado con la organización laboral colombiana durante décadas.

Los senadores con un seguimiento masivo en las redes sociales han impulsado esta estigmatización incluso cuando los sindicalistas están siendo asesinados con una frecuencia espeluznante. Históricamente, la clase dirigente colombiana ha promovido y consolidado sus intereses a través de la sangre, con más de 3.200 sindicalistas asesinados entre 1971 y 2018, a menudo con la participación de empresas multinacionales y élites nacionales.

En medio de un legado de impunidad, la violencia continúa hoy en día: la Confederación Sindical Internacional informó recientemente que 22 sindicalistas fueron asesinados en Colombia entre marzo de 2020 y abril de 2021. El último asesinato de un sindicalista se cometió el 11 de agosto, cuando el profesor Carlos Fredy Londoño fue asesinado a tiros delante de sus alumnos en Meta. Alrededor de 35 maestros han sido asesinados desde el comienzo de 2018 – sin embargo, esa sombría realidad no ha disuadido a los senadores de extrema derecha como María Fernanda Cabal y Carlos Felipe Mejía de intentar avivar la hostilidad pública hacia los sindicatos de la educación.

La violencia hacia los sindicalistas, así como hacia los líderes comunitarios, los defensores de los derechos humanos y los activistas sociales, apuntala la indignación pública contra el gobierno colombiano, que ha minimizado la catástrofe de los derechos humanos y se ha opuesto abiertamente al proceso de paz. Además, bajo el mandato de Duque, las instituciones estatales que se supone que deben funcionar con independencia del ejecutivo han sido apropiadas por el círculo político del presidente. Duque ha nombrado a aliados cercanos para dirigir las oficinas del Fiscal General y del Procurador General, y la ONG internacional Transparencia Internacional ha expresado su preocupación por «la creciente concentración de poder en el Presidente de la República en detrimento de las libertades civiles y otras ramas del poder».

Estos temores parecen fundados tras la reciente decisión de la Procuraduría General de iniciar investigaciones contra cinco senadores de la oposición -todos ellos críticos del historial del gobierno de Duque en materia de derechos humanos y paz- por sus esfuerzos por intervenir en la mano dura de la policía hacia los manifestantes. Al mismo tiempo, los políticos asociados a Duque que han apoyado abiertamente a la policía para que utilice sus armas contra los manifestantes.

 

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